El niño y la perla

Publicado el 17 de marzo de 2025, 1:39

EL NIÑO y la PERLA

 

Carlos, un niño de ocho años que vivía en Santiago de la Ribera, tenía un pequeño barco de vela y motor, con el que todos los días cabalgaba el tierno Mar Menor, la pequeña laguna frente a su casa, cuyo matiz era siempre el mismo: no tenía ni una ola. Su padre, un audaz pescador, lo acompañaba siempre y hablaban del futuro, aunque Carlos no pensaba nunca en el mañana: solo en el hoy, con su familia: su padre y su madre.

Un día como cualquier otro, la laguna del Mar Menor apareció pegajosa. Por más que acudieron expertos a estudiar este nuevo fenómeno, nadie podía dar una explicación. Hasta que se sumergieron y vieron una plaga de pepinos de mar tan numerosa que tapizaba todo el fondo marino. Cada uno de estos expulsaba una baba translúcida.

Pronto, los periódicos de la zona, incluso algunos de tirada nacional, se hicieron eco de la noticia: una plaga estaba atacando la perla del Mar Menor. Y la suciedad que provocaban en el agua podía ahogar a todos los pescados. Pronto, los biólogos pronto auguraron solo males y, entonces, intentaron hacer un contrataque feroz para erradicar este mal.

Carlos, mientras tanto, no dejaba de salir con su barco; esta vez iba solo, con diez años recién cumplidos. Su ritual era siempre el mismo: cuando llegaba al centro de la laguna, echaba una caña y se acomodaba para leer un buen libro de fantasía. Ese día había escogido Cien años de soledad. Leía tranquilo a la sombra de las velas, oliendo el dulce aroma a sal que traía la brisa.

Por la popa del barco trepó un cangrejo; cuando cruzaron miradas, este le habló:

—Carlos, has sido elegido —sentenció el crustáceo con aguda voz, señalándolo—: debes venir conmigo al castillo del hada blanca de la laguna.

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Los cangrejos no hablan!

—¡Sí, hablamos! Pero los humanos solo nos oís cuando sois niños; cuando crecéis, solo veis animales que etiquetar y comprar en lonjas —se quejó, imponiéndose y avanzando hacia el niño—. Debes venir conmigo: el tiempo es oro.

—¿A dónde?, ¿a ver a un hada? Venga, por favor. —Cerró el libro con fuerza, negando con la cabeza.

El pequeño crustáceo se hacía paulatinamente más grande, avanzando hacia el niño, repiqueteando la punta de sus patas en la madera. Una vez al lado del mástil del barco, volvió a tomar la palabra:

—Tú aún escuchas nuestra voz; este pueblo sufre de vejez, y casi no nacen niños. Intento dejarte en claro que te elegimos hace mucho tiempo debido a tu pasión por el mar desde pequeño.

El niño, luego de haber espirado agriamente todo el aire que podía, le respondió al crustáceo: 

—¿Qué es lo que tengo que hacer?

 

Al día siguiente…  

Carlos jamás había faltado a casa sin avisar, lo que hizo poner a sus padres en alerta. Llamaron a las casas de todos sus amigos, movilizaron a la policía, pero nadie había recibido ni un saludo suyo en la calle. Así y todo, había más de un testigo que había visto al intrépido chico sacar el pequeño barco, como otras veces, en que había vuelto sano y salvo. Entonces, decidieron sacar dos zodiacs para peinar la laguna por la tarde; no tardaron mucho en dar con el pequeño buque solitario, con el ancla echada. Uno de los salvadores marítimos acercó la zodiac al barco, y saltó al interior, donde solo encontró el libro Cien años de soledad y un rastro débil de gotitas babosas en la popa del barco hasta su punta. Se asomó al mar, ahora oscuro por las babas pegajosas. 

—Esto es tóxico para las personas y, si el niño se ha caído al agua… ¡Pásame el traje; me voy a meter a buscarlo a ver si está ahí abajo! —ordenó Salvador, desde la zodiac, a su compañero, que le fue pasando los aparejos, uno por uno.

—¿Quieres que baje contigo?

—No, con que se ponga en peligro uno es suficiente. —Miró a su compañero, quien estaba disconforme con su respuesta—. Sabes que soy bueno en esto y que soy prudente. No te enfades.

Si era lo que pensaba y esas babas eran tóxicas para los seres humanos, allí debajo había un cadáver, un cuerpo con un rigor mortis avanzado, de piel azulada, con ojos grisáceos sin brillo, tal vez mordisqueado por los crustáceos y por los peces. No era plato de buen gusto, pero Francisco, el salvavidas, había visto muchos de estos casos, pues tenía mucha experiencia. Y no quería que lo que vieran afectara al joven compañero que iba con él (a veces, es mejor dejar los marrones a los que están acostumbrados a no dormir).

Con el neopreno, los guantes, la bombona de oxígeno y los medidores, Francisco se dejó caer desde el pequeño barco hacia el agua de espaldas. Una vez en el interior, encendió las luces de su casco. Las babas habían cegado la vista antes tan cristalina de la laguna. Siguió bajando hasta los cuatro metros; no distinguía nada. De pronto apartó una medusa de un tamaño nunca visto, que parecía muerta. No la había visto… suerte que llevaba el neopreno. 

Detrás de él vio un tiburón, un cazón; parecía totalmente desorientado y medio ciego. Francisco se quedó inmóvil; después de que el pez pasó de largo al lado de él con suma lentitud, Francisco respiró aliviado. Pero las burbujas llamaron la atención del pez y, entonces, mordió su nuca.

 

El Castillo

Carlos era un gran nadador, destreza que le había enseñado su padre cuando solo era un renacuajo. Ahora nadaba a una velocidad bastante rápida; su cuerpo no tenía ni un gramo de grasa pero, además, era todo musculo definido. Nuestro cangrejo parlanchín, al verse superado una y otra vez, optó por tomarle el trasero con la tenaza —bien conocida es la mala leche de los cangrejos, pero no se conocía su competitividad—.  Carlos gritó bajo el agua; gracias a su pequeño acompañante, podía respirar bajo la laguna. Mientras descendía a muchos metros de profundidad, comenzó a vislumbrar el castillo del hada blanca.

A pesar de ser de un hada blanca, el castillo era más negro que la noche: los pepinos de mar lo habían llenado de baba, que colgaba de sus torres, donde estaban pegados como parásitos. Se dirigió a la gran puerta del castillo, que también tenía muchos pepinos pegados. Dio dos golpes contra esta, a modo de llamado. Los pepinos cayeron al suelo mientras se abría la puerta. A Carlos le resultaba extraño escuchar todos los sonidos a la perfección, no como cuando buceaba, cuando no oía ni papa. Ahora le parecía estar en un mundo aparte, pero no lo asustaba en absoluto.

Entró en el sombrío castillo. A los lados había tapices enormes de meros vestidos con galones; otro de un tiburón blanco con una corona. Luego, también pudo ver un cuadro del castillo cuando no estaba la plaga; jamás había visto algo tan imponente, tan bello, casi celestial: el castillo blanco, bañado con luz dorada. La construcción era de piedra, con un toque victoriano. Se distinguían sus ventanas de guillotina y sus jardines que, aunque secos por los parásitos, eran enormes, con bellas fuentes. Carlos se preguntaba si las cosas de su mundo podían entrar allí, pues había muchas que le sonaban a su casa, a los libros de arquitectura de su padre.

—No, nada puede entrar —una voz muy suave le respondió a su espalda. Carlos se dio la vuelta y allí estaba: el hada blanca, joven como él, descalza, con un vestido blanco como uno de comunión. Le pareció la chica más guapa nunca vista por sus ojos mortales; tenía una melena rubia con su propio aro de luz dorada, ojos azules y una sonrisa embriagadora—. Mi nombre es Saya. Soy el Hada Blanca. Te conozco, Carlos; llevo mucho tiempo siguiéndote y esperando el momento perfecto para conocerte —le confesó ella con bastante premura, mientras se dirigía al fondo de la estancia, donde Carlos la siguió—. ¿Tesarion te lo ha contado todo? 

—¿Tesarion?

—Un cangrejo muy pequeño; él mismo se ofreció a ir a buscarte. 

Llegaron a unas escaleras de piedra, que conducían a un trono. Tomándose el vestido con los dedos, empezó a subirlas.

—Ah, sí: nos conocemos ese pequeño pinzas y yo —aseguró el chico, embriagado por la presencia del hada.

—El Mar Menor está muriendo, en una larga agonía; necesitamos que alguien expulse a esta plaga de sus aguas para siempre. Lo haría yo, pero carezco de la fuerza, pues esta reside en la magia de los niños, y la vejez del pueblo me ha debilitado. —Desde el trono lanzó al suelo, al pie de las escaleras, una daga nacarada—. Tú debes ser el héroe: mata al gusano de mar. Recuerda que tú eres más fuerte porque mi magia está contigo; siéntela y úsala con la daga.

—¿Dónde está ese gusano de mar? —preguntó el niño, recogiendo la daga y haciéndola brillar.

Saya chasqueó los dedos, y Carlos comenzó a crecer, hasta romper el castillo con la cabeza. Crecía a tal velocidad que, antes de asustarse, ya había sacado casi todo el cuerpo del agua. ¡Era un gigante! ¿Qué diablos pasaba? Entonces, pudo ver su barco y una zodiac, pero como en una realidad superpuesta. Ellos no podían verlo; nadie podía. Cuando su daga empezó a temblar, del agua salió un gusano formado por pepinos de mar,  que poco a poco crecía más, mientras se unían todos en una única entidad.

Carlos no tenía miedo, así que se lanzó a una fiera lucha con aquel engendro del diablo recordando lo que Saya le había dicho: “Tú eres más fuerte, pues tienes mi magia”. Se dejó el alma hasta acuchillar al gusano decenas de veces. Finalmente, este, escupiendo sangre verde, se quedó en posición fetal, y el sol lo volvió ceniza no mucho después.

***

Las babas poco a poco desaparecieron; la luz del sol volvió a atravesar las aguas de la laguna. Los peces y los crustáceos, asustados, metidos en sus respectivos agujeros (rompeolas, espigones, barcazas hundidas), ahora salían y nadaban en las aguas de nuevo cristalinas. Francisco consiguió escapar de la mordida del escualo y, ahora que de repente veía a la perfección el tiburón, huyó asustado de él. Registró el fondo, y no encontró al niño. Pero, al emerger a la superficie, dolido y muy fatigado, lo vio junto su amigo en la zodiac. La aparición de Carlos siempre fue un misterio, y jamás dijo dónde había estado ese tramo de tiempo. Ahora que es mayor y tiene un niño de ocho años, muchas veces se pregunta si su hijo haría lo que él fue capaz de hacer.

—Hijo, voy a contarte algo que no puede saber nadie.

—¿Ni mamá? —preguntó el niño, con toda su atención.

—Mamá ya lo sabe.

 

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